Los nadadores

Con las lecturas de Eduardo Montagner y Yukio Mishima rondando mi cabeza, hoy en la alberca, mientras miraba con desdén a los que nadaban mejor que yo, pensé espontáneamente que aun si pudiera, no tomaría la decisión de ser heterosexual (ya sé que estoy usando mal la palabra decisión). No después de haber andado el camino amarillo, pues. Comparé la disyuntiva con una escena ficcionesca en la que me ofrecieran quitarme un brazo para darme uno nuevo, prometiéndome que tendría las mismas sensaciones táctiles pero ahora provocadas de modos diferentes, que tendría que tomar las cosas de otra forma y que debería reaprender a dirigir mis dedos para que hicieran las cosas que hacen. Aun cuando realmente fuera tan igual, la sola experiencia del reemplazo me abrumaría; sin embargo, también la sola experiencia del aprendizaje me entusiasmaría. No obstante, al final, como entenderá el amable lector, siempre se impone la costumbre: ¿y si después el brazo y yo no somos compatibles y ya no hay vuelta atrás? ¿Y si me canso del brazo con el que no puedo ser diestro? Exacto, haber andado el camino amarillo me haría extrañarlo: el brazo es sólo el conducto, pero al final uno quiere es lo que puede tomar con él, uno quiere la experiencia de la caricia, y la quiere nítida, completa, natural.
En mi receso de ir de un lado al otro de la alberca, miré a un par de chicos que abordaban con soltura a una chica que había entrado recién: le preguntaban su nombre, de qué escuela venía, le coqueteaban amablemente y en complicidad. En la regadera, otros dos se contaban lo mucho que les sorprendía que Rubia de Fuego les hubiera dirigido la palabra. ¡Cómo me gusta!, decían. Cosas espontáneas, sencillas, esperables, pero que para mí están condicionadas a un ambiente específico y que siempre debo tamizar. Ataduras sociales que no existen realmente, pero que experimento: años de condicionamiento. ¿Extrañaría eso también siendo heterosexual? El secreto de ser diferente también tiene cierto encanto, debo admitir.
Al final, sólo pude concluir que esos nadadores fluían mejor en el líquido clorado porque el agua no oponía resistencia a sus cuerpos: los dejaba pasar con fluidez. Yo, en cambio, era lento y me desgastaba después de un rato. Y ya sé, en ambos casos la culpa es del nadador: ellos lograban deslizarse sin temores porque su corazón no los había engendrado; en cambio, mis movimientos en el agua eran afectados y toscos porque estaban llenos de miedos, de reticencias, de dudas.
Ahora mismo estoy en una encrucijada pintoresca de mi vida, que me hace pensar estas cosas mientras nado. "Ojalá nos encontremos en otra vida, ya que en ésta no pudo ser", como dice la canción de Mau.

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