Recolectar a los niños fue una labor mucho más triste de lo previsto. Mientras observábamos las hordas que descansaban alrededor de una fogata, fuimos testigos de mimos y delicadezas que la antropología no había previsto. Una vez que les quitábamos a una criatura, en la mirada de cada madre cavernícola aparecía una nube melancólica que no se borraba hasta mucho tiempo después, incluso hasta la muerte (su esperanza de vida era realmente corta, de modo que a pesar del poco tiempo que permanecimos, presenciamos muchos decesos y rituales funerarios en los que se entonaban cantos que debían ser el ancestro del habla).
Mientras los infantes crecían y eran educados en la cápsula del tiempo, como eventualmente nombramos a nuestro hogar, llegó el momento de integrar adultos jóvenes, quienes serían adiestrados en la administración del refugio. Confiábamos en que el instinto los guiaría en la crianza de los niños, quienes mostrarían un refinamiento superior que, sin embargo, tomamos como natural por la diferencia generacional. Si lográbamos hacer creer a los adultos que los niños aprendían de ellos, eventualmente consolidaríamos relaciones afectivas dependientes como las que se manifiestan en cualquier familia.
Mientras para los niños lo natural era permanecer dentro de las instalaciones de la cápsula, que formaban un ambiente metálico y sólido, en el cual se notaban incluso felices; para los adultos, la renuncia al exterior y sus encantos les provocó depresión, la cual derivó en un par de postramientos y un intento de suicidio. Esperamos entonces que en los niños se diera el efecto inverso: cuando tuviéramos que tomarlos para llevarlos a conocer el exterior, algo así como cuando los llevábamos de excursión a las únicas tres reservas de la biosfera para que vieran un árbol del otro lado del cristal, su mundo se potenciaría y encontrarían una especie de realización temprana mediante este acercamiento.
En la mente infantil, maleable y dispuesta a la recepción, la revelación de su origen no tuvo los efectos dramáticos que algunas veces temimos. Haber consolidado una relación previa con los habitantes del refugio y con los miembros extraídos de su propio tiempo servía como un campo protector.
Era necesario prevenir el contacto directo con sus ancestros hasta que, ya maduros y numerosos, fueran capaces de ir atrayendo a los grupos a este entorno civilizado, de modo que pudieran formar la primera ciudad (anterior a Jericó), con unos avances dignos de los relatos de ficción que se leyeron desde el siglo XIX.
Desde luego, esto no ocurrió así.
Niño y sendero (parte II)
creaciones
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