Wallflower

A mi amigo Toño le gustaba The horror picture show. Me prestó un videocaset con la película y la puse alguna vez en casa, pero la quité de inmediato porque me pareció innecesariamente escandalosa y procaz. Le dije que me había gustado. Algunos años después, cuando me enteré de que Toño había muerto, la retomé en la soledad de mi cuarto, para saber lo que sería mirar a través de sus ojos y tal vez traerlo un poco junto a mí. Me sacó muchas sonrisas y me pareció que, efectivamente, había algo de su mirada extraña del mundo y que probablemente me dejaba en ella un mensaje oculto (nos encanta llenar de misticismo las ausencias).
 Lo último que me dejó mi amigo fue una nota, un breve poema en el que hablaba del desencanto del mundo en el que no alcancé a leer una llamada de auxilio, sino sólo una asombrosa colección de observaciones terribles acerca de la naturaleza humana. No lo ayudé. Fue a buscarme a casa de mis padres pero nunca me encontró.
 Mucho tiempo después, con un poco con remordimiento, todavía le escribía pequeños mensajes en la computadora, como si fuera a verlo para dárselos (nos gustaba mostrarnos lo último que habíamos escrito porque sabíamos que el otro entendería y sería buen juez). Se convirtió en algo así como el destinatario de mi diario (los muertos ofrecen una comprensión absoluta y profunda de lo que uno escribe).
 Hay películas que se vuelven una auténtica cadena de provocaciones. Se me ocurre que como las agujas que usan en la acupuntura para detonar ciertas funciones corporales. En The perks of being a wallflower te encontré a ti, The horror picture show también estaba ahí, con toda su procacidad. Lo tomaré, porque es mi decisión, como un mensaje tuyo, amigo. Me haces falta.

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