Campo en papel

El campo de concentración adonde nos llevaron como presos políticos, había sido construido en un terreno sobre el que existió una industria minera, en medio del desierto de Atacama. Ocupábamos las casas en donde vivieron los mineros que extraían salitre durante mediados del siglo XX: sus hogares eran ahora una prisión que estaba cercada por una malla con púas; sin embargo, aquellas habitaciones, desde que las ocupaban ellos, eran tan semejantes a cárceles que realmente no podíamos creer que alguien hubiera sido feliz viviendo en aquel lugar, y supimos que las púas no hacían mucha diferencia. Debo admitir que, en realidad, dedicábamos poco tiempo a pensar en la miseria ajena o en la propia y que muchas de las reflexiones me vinieron después de la libertad: comíamos poco y trabajábamos más allá de nuestras fuerzas como para ser capaces de mantenernos despiertos al término de la jornada, y mientras realizábamos las monótonas labores, preferíamos renunciar a nuestro intelecto. El polvo del entorno se iba acumulando por capas en nuestra piel, de modo que se nos formaba una epidermis grisácea que nos hacía lucir semejantes a los osos. Con el paso del tiempo, el trato rudo y la renuncia a cualquier forma de cariño, poco a poco empecé a experimentar la sensación de habitar de veras el cuerpo de un oso: respirando ruidosamente, incapaz de cualquier delicadeza en los movimientos, limitado a la emisión de gruñidos para comunicarme. Para escapar de todo esto y, honestamente, como una forma de alimentar mi esperanza, me dediqué a memorizar las dimensiones de todas las habitaciones y cuartos para poder hablar de lo que había en el campo, si alguna vez salía libre de él. Empezaba en una esquina y, fingiendo dar un paseo desinteresado, daba pasos exactamente iguales de una pared a otra, los cuales recordaba y contabilizaba durante las noches, en pedazos de papel que había conservado secretamente. Como había redadas nocturnas, era necesario que los destruyera antes de que llegara una inspección, por lo que los rompía en suficientes trozos como para que lo que estaba registrado en ellos quedara ininteligible y, al día siguiente, antes de que alguien fuera a las letrinas, arrojaba los trozos a la inmundicia para que no pudieran hallarlos. Sin embargo, el ejercicio de reproducir en papel cada sección del terreno era suficiente para poder guardar un registro de lo que había visto suficientemente sólido como para que durara hasta que finalmente salimos libres.

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