Iglú

No se complacía de saberlo, menos de hacerlo saber a los demás, pero realmente se entusiasmaba con esas historias contadas en primera persona de chicos pusilánimes y ordinarios que eventualmente se convertían en el centro de atención. Y no le complacía por una razón: en estos días uno no debe admitir que desea, sino que obtiene. La espera es para los desavenidos, para los ignotos: lo peor que te puede pasar en el siglo XXI es dejarlo transcurrir sigilosamente. Y esto era precisamente lo que le estaba ocurriendo: había construido a su alrededor un iglú: un sitio del que no podía salir ninguna calidez o fantasía: una solitaria, fría e inescrutable masa de hielo sobre más hielo aburrido y extenso como una planicie, mientras la vida retozaba en las praderas, en los bosques y en las playas. Nadie, más que su madre y su perro, habían visitado su cuarto, sin embargo, atesoraba pudoroso las fotografías, revistas, libros y chucherías que le recordaban su destino latente, pero inalcanzable. Los miraba en secreto, con ojos resplandecientes. Sin embargo, cada vez que se descubría a sí mismo un día, una hora o una semana más viejo, se iba a meter bajo el cúmulo de pesares que había ido apilando sobre el cobertor de su cama, sintiendo que la vida de veras se le iba de las manos, como auténtico moribundo. Y así, en ese letargo, pronunciaba lánguidamente sus últimas palabras y se desvanecía entre las sábanas. Al día siguiente, despertaba con una sensación de resaca por haber consumido varias botellas. Cuando bajaba a desayunar, sentía la mirada escrutadora de su madre que lo veía como si realmente fuera un alcohólico empedernido. Y luego él mismo, frente al espejo en la sala, analizaba su rostro de alcohólico: amarillento por un mal hepático que se estaría gestando en su interior; y observaba sus gestos de alcohólico: desgarbados, incomprensibles; y contemplaba sus ademanes de alcohólico: lánguidos, accidentales, perturbadores; y escuchaba sus palabras de alcohólico: imbéciles, inoportunas, ridículas; y sentía el calor de su respiración alcohólica: nebulosa, nauseabunda. Tenía que salir de inmediato porque empezaba a sentir que en su interior se gestaba la ira ciega de los alcohólicos, que son capaces de golpear a su propia madre. Hipando de vez en cuando por los pasillos de la escuela, evitaba el contacto con quien pudiera notar su ignominioso estado. Entraba al baño y se daba cuenta de que su cara se había escondido detrás de su cabello, como aquellos chicos frágiles que todos odian. Después de observarse largo rato, concluía que él mismo era la síntesis perfecta de los engendros detestables que había producido la peste del mundo moderno. Entonces abría el frasco, agarraba un par de tabletas y las introducía en su boca, luego otro par, luego el resto. No pasaba un par de minutos y empezaba a imaginar lo vergonzoso que sería que el resto de su clase viera su cuerpo muerto, al fin vencido, y que toda su vida lo recordaran como el chico que murió en los baños de la escuela. Y entonces se metía nerviosamente los dedos en la boca, esperando vomitar. Y se miraba en el espejo, con el índice y el anular introducidos y comenzaba a sudar y a preocuparse porque su estómago no reaccionaba a la intrusión. Entonces entraba desesperado en el recuadro del excusado. Miraba alrededor cada vez que escuchaba un ruido: si salía vivo, debía hacerlo decorosamente. Ni siquiera sentía asco, tras varios intentos. Veinte o treinta minutos después, caminaba resignado y tambaleante hacia la puerta. Una sensación gélida que recorría su cuerpo iba deteniendo sus extremidades: sus pasos se hacían lentos, empezaba a titiritar, podía ver el vaho de su respiración. A unos pasos del umbral, sabía que era mejor ya no caminar hacia la puerta, sino hacia su iglú, donde se acomodaba en su fría cama de hielo y dormía plácidamente.

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