De cómo se tejió esta historia (pt. 1)

Nací un 3 de julio de hace 47 años. Según algunos tests que revelan la edad mental, soy un poco más viejo. No alcanzaré la esperanza de vida de mi país de acuerdo con otros que me preguntan mis hábitos de salud. Un par de semanas después de someterme a un insufrible régimen de fibras y pocas calorías que he tomado de un servicio de mensajes celulares, me consuelo pensando que los pocos años que resten valdrán la pena, aun sin un colon saludable o un abdomen plano. Siento que vagaría impunemente si Facebook no me sugiriera una filosofía apropiada para afrontar mi día con tranquilidad.
Al principio, viéndome con estas casi cinco décadas a cuestas, me sentía un poco avergonzado entre los jóvenes, imaginándome como el único cuarentón que tendría estos vicios febriles. Y de pronto imaginaba la risita burlona que se escondía detrás de las conversaciones amables que sostenía de vez en vez, y entonces terminaba la plática con frases desdeñosas o con pretextos inverosímiles, para luego regresar pidiendo perdones. Después encontré a otros como yo. También experimentaron ellos esa sensación de calidez, de no encontrarse en territorio extranjero o, visto de forma contraria, de sumergirse en territorio hostil acompañado de su cuadrilla. Ése soy yo desde hace medio lustro. Así me he sumergido, lentamente. Hasta que los azares irreconciliables decidieron construir un ramillete que finalmente me llevó a conocer a esa mujer, a amarla y luego a perderla sin remedio.
Desde luego me pareció una locura. Como ella casi nunca ocultaba su escaso saber en todos los menesteres del internet, empecé a desconfiar, pensando que sólo hacía el papel de Circe. Mi paranoia me llevó construir toda una conspiración en mi contra, y llegué a tener celo de mi aliento. ¡Y cómo no! Si obtuve su número telefónico en sólo dos conversaciones de cuatro horas en el mensajero. Cuando ella ni siquiera conocía ni mi apellido y yo ya sabía hasta la marca de sus zapatos.
Después de tres semanas al acecho, logré conciliar el sueño y sintiendo la culpa de haber pasado algunas horas con ella, frente a la pantalla luminosa, y otras tantas con el oído pegado a la bocina del teléfono, pude asimilar su candidez con una manifestación de su pureza. En el trabajo me reclamaron mis ojeras, mis retardos, mis olvidos. Después de haber sido el empleado del año cuatro años consecutivos, ahora mi expediente estaba lleno de oficios de desconocimiento. Comencé a sentir que una sensación, de la que no me creí susceptible, se instalaba en mí de pronto, como un brazo nuevo. Y debo confesarlo: mi antigua esposa, en paz descanse, ni siquiera durante la etapa de conquista, en la que teníamos que vernos a escondidas de sus hermanos, tuvo un atractivo que me pareciera tan incitante como el de esta mujer de la que sólo conocía su sintaxis y su voz.
Yo perdía los objetos con más insistencia, permanecía algunos ratos contemplando el infinito, dejaba que el teléfono sonara hasta que un compañero de la otra cabina venía a descolgarlo. Sin embargo, me sentía mucho mejor. Esta especie de cansancio, que me alejaba de la realidad material, les ponía a las cosas un extraño acento poético e inasequible, todo estaba puesto como en perspectiva y me sentí capaz de escribir algún tratado metafísico acerca del reflejo de la luz de la fotocopiadora en la frente de la chica de la papelería.

2 anotaciones motivantes:

Esto que estás leyendo ya no soy yo. dijo...

y luegooo???

Anónimo dijo...

Me gusta lo que has escrito. Espero la continuación.