Room with a view

Se levantó, dejándolo sobre el sofá. Lo miró de reojo mientras se acercaba a la ventana. Dejó que su cabello largo danzara con la brisa del mar y, después de reflexionar un poco, se animó a confesar:
-Quiero que todo esto me pertenezca –dijo, mientras su mirada se llenaba con el brillo de afuera –quiero todo esto, de aquí hasta donde alcanza la vista.
Él no contestó.
Desde el cuarto con vista se alcanzaba a ver el mar: amplio, brillante e intemporal; algunos bungalós a la derecha hacían un excelente contraste. Abajo, la alberca de hotel estaba rodeada de meseros atentos y amanerados, clientes de pelo en pecho que sostenían sus martinis como si fueran símbolos de algún tipo de poder sagrado: algunas mujeres en traje de baño, visiblemente aburridas, les sonreían cada vez que tenían oportunidad, también como un signo.
-¿Me oyes? –insistió ella- lo quiero todo. Quiero incluso la vida que llevas, tu prestigio. Lo quiero todo.
En otra circunstancia, él se habría puesto a recordar cómo había llegado a ese instante terrible, pues el monopolio lo había convertiro en un hombre metódico, que pocas veces podía lidiar con la insatisfacción: para él, el mundo estaba dispuesto con antelación y podía agendarse. Por eso fue tan inesperado, sólo un dolor intenso en el pecho y enfrentar lo irrevocable, como una ausencia, la vida yéndosele entre las manos; después, lo único que en su rostro quedaba era cierto azoro, cierta incomprensión.
-Desde que te vi, -remató ella -siempre quise eso. ¿Ves?
Se apartó de la ventana, puso sus dedos sobre los labios y los extendió nuevamente para dejarle en la frente un beso. Tomó su bolso con delicadeza y salió. Él no hizo ningún intento por detenerla, al contrario, siguió mudo y todavía embelesado por el río escarlata que corría por el azulejo.