El caminante aporético

Guardó en su bolsillo la primera piedra que encontró en el camino hacia Z.: tomando por adelantado un elemento de ese nuevo ambiente, lo recibirían con menos hosquedad. Su sotana, que parecía acariciar el suelo en cada paso, no se revolcaba, estaba hecha tan a la medida: se distinguían bien el puntal de sus dedos en ascenso con cada zancada. Sentía las gotitas de sudor en su frente, que se quedaban ahí prendadas; supuso que cada una de ellas era la representación de las personas que habían depositado en él su confianza para solucionar los roces entre las aldeas que, por ser vecinas, se habían ido llenando de pequeños rencores y envidias, pequeños disgutos y frustraciones.
Miró a su alrededor y pensó: si el horizonte se vuelve rojizo y si la primera persona a la que me encuentre lleva un sombrero o algo que le cubra la cabeza, tendré suerte y resolveré el conflicto en esta misma semana.
Pocos días después, sintiendo el dolor terrible que como un auténtico insecto parecía escalarle la columna por el interior, después de la golpiza, abrió por última vez los ojos, para ver, en efecto, el juego de luces carmín sobre los cerros cercanos que se veían desde la ventana, y la silueta de otro sacerdote, con la cabeza cubierta, que venía a darle los santos óleos.