En esto veo, Melibea, la grandeza de Dios

Alimentado por las imaginerías de los cuentos de mi abuela, la tierra se me figuraba demasiado amplia y demasiado grande, y el único problema era que yo habitaba en el único rincón en donde nada interesante ocurría. Eso, sin embargo, no me frustraba por completo: albergué siempre la esperanza de que al crecer se derribarían las murallas y yo alcanzaría la gloria de enfrentarme a la magia y sus placeres. En efecto, la muralla se derribó, pero del otro lado alguien encorsetó las anchas caderas del mundo con el que había bailado en mis sueños. En efecto magia, en efecto placeres, no se les encuentra detrás de cada árbol, o en las conversaciones de extraños ¡es tan difícil procurárselos!
Tracé tantos mapas, me inventé tantos códigos, dibujé la anatomía de los tantos animales fantásticos: registré el mundo como creí necesario para que no fuera tan grande la sorpresa al encontrarme con el verdadero. Nunca fue tan inocente la precaución.
Al término sé que viví la Fantasía auténtica, porque cuando una ensoñación se toca, se rompe.
Calisto, no necesitábamos a Celestina.

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