Tocar la puerta

Llegamos finalmente a la encrucijada. Y no era mi intención que así pareciera, pero había algo roto y distante, algo que no correspondía y ponía la escena en oposición con el trazo que había prefigurado. Para consolarme, me dije: cuando uno piensa demasiado en un momento, éste termina desvirtuándose, y más tarde resulta imposible empatar la sensación imaginada con lo real. El encuentro, cualquier encuentro, será siempre un desencuentro con algo más.
Una calle llena de niños, amas de casa hacendosas que tenían sus fachadas impecables para la llegada de un amoroso y trabajador padre, justo a las tres en punto, y muchos tendederos con ropa inmaculada me anunciaron el ingreso a los monótonos suburbios. Era como ver un comercial. Sórdido. Predecible. Pero luego pensé también en los pequeños secretos que guardarían, en las manías, en los vicios y las ocultas perversiones, algo dentro de mí se estremeció al pensar en lo demasiado humanas que eran esas personas, que se esforzaban por cubrir con artificios lo que naturalmente les había sido conferido.
Como estaba en el plan, me vi tocar la puerta, dejar que me abrieran, dejar que me mostraran su pequeño mundo lleno de pudores. Ya en confianza podria encontrar el polvo bajo el sofá, la revista escondida bajo el colchón de la cama, algún medicamento durmiendo cobijado por el falso fondo de un cajón de camisas almidonadas, la dulcificada resignación escondida en un gesto de ofrecimiento sexual contenido, la relajación del dorso de la mano sujetando la navaja.