Retorno

A lo mejor fue la semilla de Carpentier la que lo trajo. Pero no pensaba en él.
Fue más bien como un aleteo de mariposa que de golpe revelaba el infinito, casi literalmente: un giro para mirar las estrellas le devolvió todo su pasado (siempre había pensado que el signo primigenio, nacido de la primera chispa de inteligencia, debió provenir de los brillos estelares).
Entonces Raneo se sintió pequeño, negro, simple. Recordó tantas noches en vela, recostado y construyendo en su mente, a punto de perder la vigilia, la imagen de él mismo en medio de una nada* que se extendía paulatinamente para dejarlo cada vez más reducido: regresar a lo básico era eso mismo, ser uno de los aristas de un poliedro imposible, infinito y barroco.
De cierto modo desprovisto, de cierto modo desnudo en ese reconocimiento, comenzó a buscar asideros, señas, fuentes. Luego pensó en un estado conveniente, en una mirada singular, en el agua clara, en el brillo de la renuncia que permitiría tomar el mundo con brazos nuevos; pensó en la inocencia de un cronopio pequeñito, pero tomó la precaución de la llave.

Al salir, era dueño de una palabra desconocida.

Jamás intentaría pronunciarla.

*Ahora sabe que la nada tiene forma fracta, como esos triángulos que siempre son parte de uno mayor, porque en la nada no eres tú el que tiene la presencia que a ella le falta; la nada te deja vacío a ti también