The dark knight y Wall•E: entre la oscuridad y la luz

Desde que vi Wall•E, y ahora que regreso de The Dark Knight, sentí confirmada una intuición que me tenía intranquilo desde hace un tiempo. Creo que allá, en la Fábrica de Sueños, han descubierto la fórmula mágica de la emoción. Pero antes de que me suelte el amable lector una lluvia de bien intencionadas críticas, permítame explicar:
Con emoción, no hablo de la Verdadera Emoción, así con mayúsculas, sino me refiero más bien a su reducto barato: la emoción comercial, efectista y patética.
Wall-e y The Dark Night son el ejemplo perfecto de los clichés perfeccionados por la asistencia a las taquillas de tanto tiempo. Hollywood ha comprobado la contundencia de un guión redondo, que mueva de un sentimiento a otro, provocando una sensación de completud y satisfacción que, sin embargo, es sólo una estampa para cubrir la vacuidad.
Wall-e, tierna y extremadamente simpática, es una pieza ingeniosa, producida por el ensamblaje de los mejores y más ensayados gags; su efectismo apela a la estimulación de la sensibilidad a partir de un objeto humanizado (muchas veces trabajada de ese mismo modo, sólo recordemos, por ejemplo, Short Circuit, de 1986). Partir de la premisa básica de Disney: el "niño" soltario que busca encontrar su lugar en el mundo, habla de un reciclaje que parece no tener fin.
The Dark Knight me recordó, en medio de su parafernalia, la emoción de Bourne Ultimatum: el hombre que se convierte en héroe gracias al uso genial de la tecnología. Aquí, el arma es el suspenso, la resolución inesperada, el adelanto del villano. En efecto, sorprendente en su arreglo, contundente y completa en su guión, The Dark Knight puede ser la delicia del amante de las películas de acción, con todo y el trasfondo de un situación de caos urbano que pretender dejar el mensaje de una buena conciencia subyacente en todos los seres humanos. Sin que se convierta, sin embargo, en una verdadera crítica o una ideología bien expuesta.
Ambas películas han dejado satisfechos a millones de espectadores, como lo reflejan los medidores más populares, y eso, bien a bien, no debería preocuparme: al fin de cuentas entretenimiento puro, al fin de cuentas películas joligudenses; uno no puede esperar grandes cosas de ellas. Pero me preocupa que el consumidor habitual de películas considere que aquéllas cumplen con los estándares más altos y les coloque pedestales. ¿En qué baso mi preocupación? En el hecho de que los filmes tienen cada vez menos remansos en donde uno pueda hacer digestión de lo que vio. Son un auténtico bombardeo de dosis de excitación. Algo que, definitivamente, agradecen las nuevas generaciones pues literalmente quedan embelesadas con lo que proyecta la pantalla.
Acostumbrar al pseudocinéfilo, como este servidor, a un sucesión de estimulaciones efectistas es equivalente a pedirle que no piense: la expectación del filme se reduce a una espera pasiva, unívoca, en la que uno no tiene posibilidad de contestación.
Otros medios no podrán, en corto tiempo, competir con eso. Toda vez que se siga repitiendo la fórmula, habrá más gente habituada a este tipo de producciones, y más alejada de cualquier tipo de actividad contemplativa y de análisis, como la lectura de un libro, la contemplación de un cuadro, la asistencia a una puesta en escena, o el disfrute una interpretación musical. De esta tenue luz que ahora nos ilumina, parece que nos acercamos a una ignominiosa oscuridad.